MARINERO DE TIERRA ADENTRO
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Francisco Cobo
Mancha Real
El mar, o mejor, la mar como la llaman los
marineros. Amada y temida al mismo tiempo; qué
tiene la mar, qué poder de atracción ejerce sobre
las personas que viven a su vera y, más aún, sobre
las que de ella dependen.
La mar es la madre; es la que los acoge y guarda en
sus entrañas el sustento de sus familias y, a la vez,
es la que puede quitarles la vida; qué mezcla de
sentimientos contrapuestos e inseparables.
Soy de tierra adentro, pero he vivido a su vera; le
guardo temor, pero necesito contemplarla. Un día
me dijo un marinero que no llegaría a saber cuánto
se echa de menos la mar hasta que no estuviese
lejos de ella. Y así es, necesito verla al amanecer,
pasearla, que me golpeen sus olas, ver la puesta de
sol reflejada en ella.
Entiendo lo que a ellos les ocurre; cuando están en
la mar añoran a su familia, pero, cuando están en
tierra, sueñan con hacerse a la mar de nuevo.
Así me lo contaba mi amigo Camilo, dueño y
patrón de pesca del “Jacinto Lloret”, un barco
palangrero, de madera, que faenaba por Cabo
Verde, allá por mares senegaleses. Los turnos en la
mar eran de, al menos, tres meses, pero, la estancia
en tierra no superaba los quince o veinte días.
Necesitaba volver a la mar, necesitaba enfrentarse
a los temporales, necesitaba llegar al caladero para
arriar y recoger los palangres esperando que algún
atún, marrajo, tintorera o aguja palar hubiesen
picado los anzuelos.
Yo sabía de Camilo antes de conocerlo en
persona. Los marineros mayores de mi barriada,
me hablaban de su valor; me hablaban de cómo
partía para la mar aún con mal tiempo mientras el
resto de barcos quedaban amarrados a puerto y de
cómo volvía cargado de pescado cuando los
demás navegaban rumbo al caladero.




