PEDRO GUTIÉRREZ
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había vivido parte de mi juventud, repartida entre los
estudios en la universidad y un año de servicio militar
obligatorio, impuesto, en aquella época a todos los
españoles. Además del tiempo dedicado a la enseñanza y al
estudio, había otro tiempo, no menos importante, dedicado
al ocio. Hice un recorrido por aquellos locales, en los que
había compartido inquietudes e ideas, donde había
despertado a la vida y a las relaciones humanas. Mi
desilusión fué enorme porque no encontré ninguno de
aquellos mágicos lugares. El Café Suizo, donde las
tertulias abrían fronteras al pensamiento; los cines y teatros,
en los que recibíamos las ideologías mas avanzadas; las
Bodegas Muñoz, donde el vino pálido, dulce y agradable,
pero enormemente mareante, rompía el férreo marcaje
sexual al que estábamos sometidos por la iglesia, el estado y
la sociedad; el local de juegos recreativos, eterno punto de
encuentro, habían sido sustituidos por grandes almacenes y
sucursales bancarias. La ciudad tranquila y romántica
había dejado paso a una ciudad fría y despersonalizada,
donde se rendía culto a la economía. Solo algunos lugares
del centro, el Sacromonte, el Albaicín y los palacios árabes
conservaban el cálido sabor de antaño.
La casa, donde viví, ya no existía. Recordé que una mujer
me comentaba como veía pasar por ella a Federico García
Lorca, en la estación de primavera, con la camisa
semiarremangada y la chaqueta en el brazo en busca de
unos amigos, que por allí vivían.
He ideado una pequeña fantasía como homenaje a este gran
poeta, autor de las Bodas de Sangre. Aunque el tema no
coincide con el de la obra, hay elementos que fascinaban a
Lorca, como la Luna, las navajas, el miedo y la muerte,
que son fiel reflejo.
BODAS DE SANGRE
La Luna lanza un suspiro
a las olas enamoradas
y las olas les responden
con besos de espuma blanca.
Ríos de aguas bravías
bordan con juncos de plata
el velo de seda oscura
para la novia gitana.
Las cuevas del Sacromonte
se iluminan con las palmas,
entre los vasos de vino