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SUEÑOS QUE CAMBIAN LOS COLORES

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Aurora Camacho

Jaén

Yo sueño poco. O, mejor dicho, casi nunca

recuerdo mis sueños al despertar. En cambio,

cuando tengo tiempo libre, me paso las horas

soñando despierta, evocando momentos felices,

reteniendo imágenes y sonidos o voces que me

ensanchan el alma. Aunque suene a guasa, tengo

que hacer un gran esfuerzo mental para mantener

esos instantes. Necesito mucha concentración,

porque esos “sueños” se me escapan de las manos

como si de mariposas se tratase.

Durante una temporada tuve la suerte de soñar en

la siempre verde Irlanda. Y digo soñar, porque

aquello no fue vivir. Fue soñar. Y fue crecer a

través de las cuatro estaciones con un clima, un

idioma y unas normas diferentes. Volver a España

fue un despertar en una mañana cálida para poner

los pies en la tierra.

Como he dicho, pocas veces recuerdo mis sueños

y en ocasiones me pregunto por qué mi

subconsciente no me devuelve a aquella tierra celta

de lagos y acantilados imposibles. Aquella tierra

donde sus buenas gentes ponen al mal tiempo

buena cara, donde la lluvia no cesa y donde el

viento sopla con una fuerza capaz de quitarle el

juicio al más cuerdo. Aquella tierra donde, sin

embargo, la música cobra una importancia

inusitada en cualquier recóndito rincón y donde el

arte se desdobla cual serpiente para llegar a todos

los puntos de su geografía.

En nuestro país no he visto a ejecutivos ataviados

con traje impecable salir a comer sentados en

plena calle. En Irlanda, cuando sale el sol, la gente

deja sus puestos de trabajo para beber té

directamente del termo en un parque. Nunca he

visto cambiar un paisaje tan radicalmente como el

de Galway cuando las nubes se retiran para dejar

paso al astro rey. Las gamas de verde y los colores

de las fachadas cobraban vida, además, el mar y el

agua en la desembocadura del río devuelven