A tres tiros de piedra llegaríamos a la
Bode-
guita Entrecárceles
. Es un minúsculo bar que
hace esquina con el callejón Faisanes. Cuando
comencé a parar por allí ya la pandilla se había
ido desgajando en grupos más pequeños o
directamente en parejas. Nosotros quedamos
dos de las segundas y allí nos tomábamos unos
botellines helados con montaditos de hígado
encebollado o menudillos de pollo al jerez. La
bodeguita le regentaban Ángel y su madre Jovi-
ta y era famosa porque servían copas del que se
decía que era el mejor amontillado del mundo:
Fino Imperial.
No quiero terminar sin nombrar a
El Rincon-
cillo
, bar que nunca he dejado de visitar, pero
lo que nadie sabe es que tiene un significado
iniciático para mí. La noche del 5 de enero,
mi padre y varios amigos, después de que la
Cabalgata de Reyes pasase por delante de su
bar en la calle Recaredo, iban a la desaparecida
confitería
Ortega
en la calle Puente y Pellón.
Allí les esperaba el dueño para prepararles los
roscones, caramelos, peladillas, chocolatinas
y demás golosinas que, después de cenar en
El Rinconcillo
, nos dejaban sigilosamente en
casa. Un año, al ir a cumplir el rito, mi padre
dijo: hoy nos vamos con el niño en su coche.
Esa noche compré los dulces con ellos, disfru-
tamos juntos de las pavías, las croquetas, los
melocotones en almíbar, el queso viejo con ca-
bello de ángel y el cigarrillo final. Luego fuimos
a colocarle los regalos a mi hermano pequeño.
Esa noche ya fui oficialmente adulto.
Y, de remate, los mejores sesos de cordero
(entre otros manjares) que prepara Concha en
La Casa del Cordero
, en la calle Paraíso y los
profiteroles de crema -como deben ser- del
San
Marco
regentado por Teresa en Santo Domin-
go de la Calzada.
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