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Sí: el cóctel es, como el cine, un arte moderno, que

crece y prospera, ornamentando la existencia de la

gente sociable, con un pie en la música y otro en la

pintura... mientras no comienza a dar traspiés.

A fines del siglo pasado, otro gran escritor,

J.

K.

Huysmans, creó en su novela

A rebours

("Al revés")

un curioso personaje -Des Esseintes-, en quien se

cifraban todos los refinamientos de una época y un

individuo. Des Esseintes fué el primer sinfonista del

paladar, el que descubrió la musicalidad del cóctel. En

.su morada -verdadero gabinete de experimentaciones

humanas- había un raro instrumento musical: una

hilera de recipientes boca abajo, dispuestos como los

tubos de un órgano. Cada uno tenía su nota: el pri–

mero, Benedictine; el segundo, Kirsch; el tercero, Pru–

nelle; el

cuar.to,

Chartreuse; el quinto, Ginebra ...

No recordamos la nómina completa,

y

ni siquiera nos

atreveríamos a jurar que todas las notas antedichas

estaban en el teclado de su instrumento.

Cuando Des Esseintes necesitaba música para su pa–

l~dar,

iba al. órgano espirituoso y comenzaba a impro–

visar maravillosas armonías. Una gota de coñac, como

un preludio cálido y vaporoso; tres de chartreuse, para

agregar un dulce toque entre pastoril y monástico;

luego otras de kirsch, o de pernod, para subrayar el

cuadro con acordes agrestes ...

En fin, la improvisación seguía la inspiración del

momento, o bien

el

ejecutante repetía un aria o un

nocturno ya compuesto anteriormente. El héroe de

Huysmans, pues, consagró la musicalidad del cóctel.

Pero algo le faltaba a su creación: el juego luminoso

de los colores. A su arte le faltaba la paleta del pin-