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EL JUEGO DE LA PAJA

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zagalona, yo diría la mujer de mis sueños, un

concurso para ver quién de los zagalones tenía

más grande eso que todos sacamos para mear.

Consistía en que la bella moza haría una paja a

aquel que la tuviera más hermosa dentro de los

participantes; si en tiempo de dos minutos, el

varón no se corría, la moza daría al mozo una

peseta, y si se corría el caso contrario; pero Rafael

“el Gato”, un muchacho con pelos en las pelotas,

fue aún más atrevido, sabedor de las grandes dotes

que poseía; propuso que si el elegido aguantaba

dos minutos sin correrse, tendría derecho a estar

una hora en privado con Mari Paz, la joven con

grandes dotes femeninos.

Al fin prosperó la iniciativa del “Gato”, pero con

una condición, tendría que haber unos guardianes

en torno al lugar del encuentro, para avisar si venía

“Virgil”, siempre atento a cualquier travesura de

los mozuelos.

El concurso comenzó dos días después,

nombraron testigos a un servidor y al más

pequeñín “Paquillo el Chato”, como era lógico

ganó el que todos conocíamos, Rafael “el Gato”,

este se acercó a la dama, se bajó los pantalones

nuevamente y la bella muchacha de cuentos de

hadas, cogió con su mano derecha la hermosa

“polla”, al principio suave, después con gran

intensidad masturbó durante dos minutos, sin que

surgiera el líquido proveniente del orificio del

capullo; pasados los dos minutos, “El Gato”

siguió masturbándose el mismo (ya fuera de

concurso) y poco después surgió un líquido blanco

que jamás había visto, ni tampoco “Paquillo el

Chato”... Vi cómo se quedó asombrado. El

ganador y la bella echaron su rato en una cueva

dentro del orujo, un día más tarde, sobre todo

para reponer el lógico desgaste.

A partir de entonces, entre los jóvenes era signo

de virilidad que con las pajas nos corriéramos y

cuál era el pene más tieso y más grande; tanto

repercutió esta necesidad, que un día “Paquillo el

Chato”, para demostrar que él se vaciaba, roció su

pequeño pene con un caldo blanco, procedente de

unas plantas llamadas popularmente “caldos

borriqueros”. Ni que decir tiene, el preciado

elemento se le hinchó, produciéndole gran